domingo, julio 06, 2008

Los seis minutos más bellos de la historia del cine


Por Giorgio Agamben



Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia.
Viene buscando a Don Quijote y lo encuentra: está sentado
aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la
galería -que es una especie de gallinero- está completamente
ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles
de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana
en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un
chupetín. La proyección está empezada, es una película de época,
sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece
una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se
pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla
y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla
todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro
abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más,
devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla
ya no queda casi nada, se ve sólo la estructura de madera que la
sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero
los niños no paran de animar fanáticamente a Don
Quijote. Sólo la niña en platea lo mira con desaprobación.





¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas,
creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es,quizás,
el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al
final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la
nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio
de su verdad, entender que Dulcinea -a quien hemos salvado-
no puede amarnos.
(En Profanaciones, Editorial Adriana Hidalgo, BsAs, 2005. p.123-4)

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